Desfocando um pouco o olhar do universo Down, o ampliando como parte das necessidades especiais e das deficiência que atingem milhares de pessoas, gostaria de apresentar o ensaio de Fernando Bárcena, Catedrático da Universidade Complutense de Madrid, pai de Jaime.
Não poderíamos apresentá-los apenas formalmente, pois, Fernando foi a pessoa com quem mais aprendemos sobre a convivência com seu filho, Jaime, antes do nascimento de Ana Sophia. Fernando é um irmão daqueles que escolhemos fazer parte da família e Jaime nosso sobrinho querido, cujo amor enreda-nos mesmo na distância continental. Por mais que não tenha pensado nisso, a relação de Jaime com Fernando e a convivência que tivemos em Madri nos preparou para o impreparável e para o acontecimento de um nascimento: o de nossa filha Ana Sophia. Ambos já estavam lá quando ela nasceu, com eles aprendemos e continuamos a aprender a cada dia, graças a uma fraternidade e, agora, a uma experiência comum.
O ensaio é comovente! Uma boa leitura deste ensaio que nos é tão familiar!
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DE LA PRESENCIA. HABITAR
TU DIFERENCIA
Fernando Bárcena
Catedrático de filosofía de la educación
Universidad Complutense de Madrid.
Para J, el dueño de mis palabras
Niño esencial y terriblemente cercano, pero niño
inimaginable [...] ¿Sobre qué carne apoyar los dedos del afecto? (Péju, 2004).
INICIO
Tal vez sea mucha la ciencia que se puede poner en juego para hablar,
escribir o ayudar a reflexionar sobre el trato, la relación o el diálogo
afectivo y sensible con una persona “discapacitada”, como quiere llamarse,
desde la estupidez de la corrección política, a los que tienen necesidad de
nacer, al menos, dos veces. Lo que presento al lector, después de haber
necesitado habitar mi silencio durante mucho tiempo, no podrá poner en juego
semejante ciencia.
Ese gesto no pretende ser ni despectivo ni arrogante. Tampoco tengo claro
que la singularidad de una experiencia personal —la que es sin duda mía (y la
que es de cada uno)— autorice a decir cómo debe ser ese trato y ese diálogo con
quien, en su inquietante presencia, es y será siempre el acontecimiento de la
pura alteridad. Por eso tampoco es un
testimonio. Así que he de aventurarme a una escritura difícil, una que sepa
situarme entre la ciencia, la experiencia y sus respectivas arrogancias. Una
escritura que se erige bajo el signo de una derrota.
Quiero insistir, aunque sea muy brevemente, sobre este punto. Siempre
pensamos y escribimos desde una perspectiva, desde un punto de vista, desde una
cierta mirada sobre el mundo, o sea, desde un espacio y desde un tiempo: en situación.
Las “situaciones educativas”, sean o no formalizadas, son situaciones
hermenéuticas, lo que significa que en ellas el saber está al servicio de la comprensión, de la elaboración de un discurso de sentido. Este era mi enfoque
en este texto, si así quiere denominarse. Al pasar los años y tener que volver
sobre lo escrito una primera vez, algo se había roto, algo se había perdido. Y
algo había encontrado. Ahora no se trata ya solo de la comprensión de cada
situación, de estar pendiente de obtener, en cada momento, una producción de
significado capaz de guiarme en una experiencia que a veces es un marasmo.
Ahora es otra cosa: descubrí lo que ya sabía. Descubrí la presencia. Se
trataba, como siempre se trató, de aprender a estar ahí, presente en lo que me
pasaba en una relación que me excedía. Tenía que aprender a estar en ella y
buscar, buscar, buscar. No es que yo tuviese que adoptar un punto de vista, y a
partir de ahí concentrarme en una relación; es que un punto de vista me había
adoptado a mí, es que un cuerpo se había tornado la prolongación, como la
inicial de su nombre juega con la del mío y la continúa. Y tenía que seguir
intentándolo, pese a mi agotamiento: intentar hacerme cargo del tiempo vivido, de un tiempo cuya narración e intimidad
están atravesados por una relación entre
desiguales. Comprender significa, en fin, un cierto tipo de
“reconciliación”, un ejercicio de “autocomprensión reflexiva”, la necesidad —más
poéticamente articulada que científicamente establecida, en el sentido moderno
de la expresión— de dar sentido a una experiencia, y tratar de volverla
comunicable, dentro de lo posible.
No podré evitar aquí la primera persona del singular. En el fondo, creo
que lo que he escrito es lo más parecido a una carta pendiente, siempre
demorada, y perdida algún lugar del tiempo; la carta que nunca escribiré a mi
hijo y que él nunca podría entender. Aunque eso no importa.
Detrás de todo lo que he escrito en este texto hay una perspectiva, un
punto de vista, una concepción, si así quiere decirse, sobre la “educación”. No
es mi propósito desarrollarla aquí, porque no es este el lugar adecuado para
ello (Bárcena, 2004 y 2005). No obstante, el lector irá notando que este punto
de vista sobre la educación se irá volviendo más explícito a medida que avance
en la lectura del texto. Quizá perciba también que las referencias
bibliográficas son, sobre todo, literarias. La naturaleza, y el tema, de este
texto así lo han requerido. Sólo puedo aducir en mi favor, y frente a posibles
críticas pedagógicas, un texto de Marcel Proust extraído del último volumen de En
busca del tiempo perdido, una obra que versa sobre la memoria, el pasado y
la búsqueda de la verdad en la narrativa de la propia infancia: “La verdadera
vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto
realmente vivida es la literatura; esa vida que, en cierto sentido, habita a
cada instante en todos los hombres tanto como en el artista” (Proust, 1998,
245).
Frente a tanta y tan generalizada mediocridad, tanto política como
lingüísticamente y “socialmente” corregidas, necesito poder citar a Marcel
Proust. El fragmento anterior se puede interpretar de muchas formas. En primer
lugar, lo recupero aquí porque hace mucho que me pregunto si podemos hacer de
la escritura sobre temas educativos una escritura literariamente interesante, y
no simplemente una que tenga que terminar formulando un proyecto, un plan de
acción o el diseño de un programa; y porque, además, estoy convencido que este
pequeño fragmento encierra una enorme verdad que a veces las pedagogías no
quieren ver o aceptar: que es porque podemos vivir literariamente la vida, y no solamente “literalmente”, la razón por
la cual la existencia encuentra su sentido: inapelable y singular.
La epifanía de un “sentido” —cuando todo lo que, durante un tiempo, creí se
había pulverizado en mí por la llegada de una alteridad inasible con conceptos—, fue posible gracias a la
literatura y al poema; entonces, tuve que arriesgarme a tratar de comprender en
lo profundo, como le exigía Oscar Wilde a su amante y así mismo desde la
cárcel. De modo que ha sido en la literatura —en los novelistas y en los poetas—
donde he encontrado la ayuda que precisaba para dar forma a la singularidad de mi propia
experiencia vivida. Como lector, me he visto obligado a imaginarme la vida de
los personajes de las novelas en las que andaba metido. Así que al lector de
este texto le he de solicitar algo parecido. Tengo que rogarle que se imagine
algunas cosas. Que imagine lo que yo no podré a veces decir de forma muy clara
o evidente; que imagine que mis palabras son un relato que está leyendo o
escuchando, y que se imagine a sus principales personajes; tengo que pedirle, a
él o a ella, que demore el pensamiento, su saber y su cultura; que intente comprender
en lo profundo, porque todo lo que se comprende está bien; que acepte que lo
que va a leer es una escritura extraña, un texto que se ha ido componiendo
desde la memoria, que es más que el acto del recuerdo, y desde determinadas
lecturas, con frecuencia de textos no pedagógicos, porque han sido esas
lecturas donde he encontrado el modo de articular lo que he intentado decir
aquí. Porque lo que estoy a punto de decir es muy posible que tenga sentido, aunque en muchos aspectos no
contengan una verdad muy nítida, si por tal entendemos lo que se debe ajustar a
un determinado modelo de saber pedagógico autorizado y ya ordenado. Porque lo
que he escrito no está compuesto de un conjunto de “lecciones” que yo pretenda impartir,
sino que es el resultado, incierto, de un aprendizaje que me proporcionó aquél
de quien hablo; su legítimo dueño.
1. BUSCAR UNA VOZ.
Tengo que recurrir a
conceptos para hablar de algo que se enfrenta a ellos, hasta volverlos
inalcanzables e inútiles. Exploro la gramática de las palabras, pero al final
tematizan lo que las precede; y lo que las precede es el silencio del que la
lengua brota. Porque las palabras dicen menos de lo que deseo expresar con
ellas. Ya no importa qué diga, porque las palabras no transmiten lo que quiero
comunicar. Pero necesito las palabras. Y no sé de donde vienen esas palabras,
aunque conozco el nombre de su dueño.
Primero fue la
experiencia, y después, mucho después, la palabra y el modo de nombrar una inquietud.
Y es ahora —¿Cuántas veces habré pensado en esto?—, que me veo de nuevo sin
palabras; ahora, que tengo que regresar a un pasado ya vivido y que se
ha incrustado en mi memoria como un presente continuo y alterado; ahora, que he
de articular un discurso inteligible que hable de los afectos y los sentidos que
se juegan en el encuentro con la “discapacidad”, como socialmente se ha
acordado denominar un modo específico de ser alguien.
Pero, ¿qué significa
“mi hijo” cuando, en realidad, no soy más que el padre? ¿Cómo (d)escribir
ese nacimiento, que es una presencia siempre presente, si la escritura misma
con que pretendo nombrar ese acontecimiento no tiene un comienzo exacto en el
tiempo?: “A veces creemos haber dado con las palabras. A veces las palabras se
han perdido. Nunca las habremos visto surgir” (Péju, 2004, 113). ¿Cómo escribir
un nacimiento que aún no ha concluido? ¿En qué momento se transforma un
acontecimiento en recuerdo y su memoria en historia y relato?
Necesito a los novelistas
para decir lo que mis palabras no alcanzan: “Tener un hijo es un milagro,
aunque esa condición venga oscurecida por la frecuencia, por la mera
estadística que los transforma en un hecho casual y numeroso. Tener un hijo es
un milagro desdibujado por la burocracia de las anotaciones registrales, y el
costumbrismo de bautizos y cumpleaños, y la aburrida letanía de parques
públicos, columpios y colegios” (Ugarte, 2004, 11). Es un milagro y una
advertencia cruel: pues a partir de ese acontecimiento sabes que tu vida será
un tránsito efímero, un pasaje que te recuerda tu propia finitud, que te señala
el camino en el que estás y que te conducirá, con suerte muchos años después, a
otro estado de infancia y fragilidad en la vejez, en manos de tu propio hijo.
Pero ese no será mi caso. Estoy condenado a no ser un anciano, aunque ese milagro
no lo podré realizar.
Necesito a los poetas
para que me recuerden tu condición: “Algunos seres no están ni en la sociedad
ni en una ensoñación. Pertenecen a un destino aislado, a una esperanza
desconocida. Sus actos aparentes se dirían anteriores a la primera inculpación
del tiempo y a la despreocupación de los cielos. Nadie se ofrece para pagarles
un salario. Ante su mirada se funde el porvenir. Son los más nobles y los más
inquietantes” (Char, 1989,85).
Necesito a los filósofos
que han descubierto en la infancia el asombro inicial de todo pensar, y al
mismo tiempo el silencio, la palabra y el delirio: “Y al mismo tiempo ella
descubre que es preciso la escucha del otro para que el infans acceda a
la palabra portadora de humanidad” (Leclerc, 2003, 53)
No hay un sentimiento
claro ni único que describa con nitidez tu llegada al mundo por el nacimiento:
sorpresa, miedo, incertidumbre,...Lo primero fue ser consciente de situarme
ante el inacabamiento. Había llegado; por fin estaba ahí, frente a mí. Podía mirarlo,
acariciar esa carne viva, olerlo, sentirlo. Su primer gesto fue un quejido.
Un ser nuevo, inscrito en el vientre del mundo, que puedo palpar y al que puedo
hablar. Pero estaba ahí, mostrándose incompleto e incierto, señalando lo que
luego viviría como mi propia herida. Milagro del nacimiento. Esta frase,
que tiene ahora tantas resonancias filosóficas, había sido antes que nada una
experiencia innominada, como toda experiencia que viene desnuda de palabras y
de voces. Yo también, hasta el final, fui incapaz de imaginar al niño antes de
su llegada, pero de repente estaba allí. Había nacido, pero pronto me daría
cuenta que ese era sólo un primer nacimiento, y al mismo tiempo algo más: el puro acontecer de un
nacimiento que rompió, en un instante, toda previsión volviendo el futuro aún
más enigmático. El tiempo nos ha dado las heridas y las rupturas, nos dio el
tiempo, la cólera, la crispación, y por fin una cierta calma, un lento proceso
de reconciliación y algunas, diminutas pero firmes, seguridades. La seguridad
de tu inocencia y de tu sonrisa; la seguridad de que tú eres bueno, en un
sentido todavía impensable. Eres bueno en el sentido de lo que eres y de lo que
me ha acontecido: “Es una seguridad grande, como saber que la tierra gira, el
sol nace o las estaciones del año se suceden. Tú eres bueno como los árboles
son árboles o la lluvia es lluvia. No es necesario reflexionar sobre eso,
porque nadie reflexiona sobre lo que es evidente. Vivir es muy fácil, porque
mido a partir de ti el norte y el sur. Basta que existas para que los
meridianos se ordenen y los océanos se desborden” (Gersão, 2003, 27).
Existen seres que nacen
dos veces: un vez de modo “natural” y una segunda vez —¿qué palabras emplear
para nombrarlo?— con ayuda de “todos los demás.” ¿Pero quiénes son esos
“todos”? ¿Qué decir cuando ni siquiera ese primer nacimiento viene precedido
por lo que, de modo más o menos rutinario y tantas veces irreflexivo llamamos
“normalidad? Porque antes del comienzo ya existía la posibilidad de una fisura
en mi historia, una fisura que muchos padres vivimos, en primer lugar, como un
error en la propia historia, una grieta que pasa por su no aceptación, y
después transita por un largo camino de reconciliación. Él ya estaba anunciado
como lo que después sería, aunque nunca ha dejado de sorprenderme, pues el
acontecimiento de su llegada habría de confirmarse como tal cada día: un día, y
otro día, un año, dos, muchos más. Hay seres que son un puro y reiterado
acontecer, el estado mismo del puro devenir sorpresa y presencia. El poeta se
expresa así: “¡Ay!, horas de la niñez,/ cuando detrás de las figuras había algo
más/ que un pasado tan sólo, y el futuro ante nosotros no existía! [...] Y, sin
embargo, en nuestro solitario caminar/ sentíamos el goce de lo duradero y nos
quedábamos ahí,/ en el intervalo entre mundo y juguete, /en un lugar que desde
los comienzos/ se fundó para el puro acontecer” (Rilke, 1999, 50-51). He
necesitado estas palabras, ahora lo empiezo a entender —acontecimiento, experiencia,
devenir, sorpresa, natalidad, otredad, comienzo— para nombrar lo que es presente y ausente, cercano y sin
embargo distante. He necesitado pensar el silencio y el cuerpo, el dolor y el
testimonio para aprender a perderme en tus desarreglos.
Necesito estas
palabras, y no otras, porque son las palabras que me nacieron de la
experiencia, y no simplemente del estudio o de una lectura más o menos erudita,
más o menos académica y filosófica, más o menos universitaria y pedagógica. Así
que tengo que unir, en un mismo gesto, en un mismo acto de escritura y de
pensamiento, la doblez de mi condición: ser padre y universitario. Y no
sé cual de las dos voces debe prevalecer. Porque, ¿cuál es la voz de la
experiencia y qué autoridad acredita, si tiene alguna? ¿Qué voz es más
conversable, la de la intimidad de la experiencia o la de la exterioridad de lo
que se cree ya saber a ciencia cierta? ¿Qué me autoriza a mi, padre que
convive, como hoy se la denomina, con la discapacidad, para decir cómo es o
debiera ser el trato afectivo con un hijo-otro? Porque esa voz es sólo una de
las muchas posibles, es una voz que apenas podría ofrecer sino un testimonio, y testimonios hay ya muchos.
Quizá sería mejor elegir una voz distinta, la voz de alguien que compone un
discurso racional, más o menos pedagógico, la voz de un discurso que se
pretende continuo y sin fisuras, un discurso de ideas claras y distintas. Así
que hay que elegir. Elegir una voz, elegir un discurso —un dis-cursus,
un curso desunido e interrumpido—, una vía que introduzca, en lo fragmentario,
alguna coherencia.
2. DE LA SIMPLICIDAD.
Ahí está la primera
evidencia: vivir con ese otro es vivir fuera de sí, tener que hacerlo y
a veces no poder más, querer abandonarse, querer renunciar, buscarse excusas
para huir en otra dirección, pero aún así seguir en un curso que es
discontinuo. Es vivir de un modo distinto la relación.
Es vivir la relación habitando
la diferencia y buscar una medida distinta a la norma que la normalidad
impone. ¿Qué es la normalidad?: nada.
¿Quién es normal?: nadie. Aunque la diferencia hiere, y por eso nuestra
primera reacción es negarla. ¿Cómo combatir la imposición de la distinción
normalidad-anormalidad?: habitando en el interior de la diferencia, ser íntimo
con ella. Con un gesto cotidiano —quizá poético, en parte épico— de reconciliación,
pues la reconciliación es parte del ejercicio de la comprensión, el único modo
de sentirse en paz en el mundo. No negar la diferencia, sino modificar la
imagen de la norma: “Éste es el paisaje que se debe abrir: tanto a quienes hacen
de la diferencia una discriminación, como a quienes, para evitar una
discriminación, niegan la diferencia” (Pontiggia, 2002, 39).
Habitar la intimidad de
una diferencia. Es ahora cuando accedo al sentido de mi relación con el otro,
con el otro que tiene un nombre, y en ese nombre una historia. Es ahora cuando
percibo la hondura de estas palabras, su agudeza, su intimidad y su herida: “El
otro en cuanto otro no es solamente un ater ego: es aquello que yo no
soy” (Levinas, 1993, 127). Es una relación
imposible: no una relación
que pueda nombrar, sino una relación a la que debo responder; no una
relación que pueda explicar, sino una relación que he de mostrar; no una
relación que deba transformar en “reciprocidad” o en un juego de
“interacciones”, sino una relación que debo convertir en lenguaje. No es
una relación que pueda ajustar a un modelo o formato previo, una relación que
no tenga sino que fabricar o producir siguiendo unas reglas fijas; se trata de
una relación que debo crear, que he de hacer visible, hasta llevarla hasta su
propia presencia, presente para los dos. Una relación, por tanto, que será
invención, creación y, en este exacto sentido del término, algo más cercano a
lo poético, al sentido. Es una relación de paternidad, la relación con
un extraño que en su ajenidad me es cercano, me es yo: “A mi hijo no lo tengo
sino que, en cierto modo, lo soy” (Levinas, 1993, 135).
Pero se trata de vivir esta diferencia como quien se abandona a
lo desconocido, lo que requiere un cierto aprendizaje. Aprender,
primero, la solidez de lo cotidiano, ser cercano a él hasta perder el miedo al
día a día, y no abandonarse al suplicio de una lógica del futuro; aprender,
pues, la intimidad del porvenir, porque futuro y porvenir no son equivalentes: en
tu mirada se funda el porvenir, eres el más noble y el más inquietante. El
más noble, porque me recuerdas con una sola mirada el estado anterior a toda
culpa —en tu estado de infans, tú mismo estás antes de toda inculpación
del tiempo—, el estado de inocencia que no precisa vivir sabiendo que el mundo
está ya interpretado; el más inquietante, porque haces del tiempo la
experiencia de lo oportuno, la experiencia vivible del tiempo poético,
el tiempo de las acciones y de las decisiones apropiadas, aquellas que no
siempre tienen que ajustarse a lo socialmente normalizado. Porque me recuerdas
que no es lo mismo construir tu futuro que preparar tu porvenir, porque en éste
estamos los dos. En su novela Nacido dos veces, Giuseppe Pontiggia lo
dice muy bien por boca del médico que informa a los padres del diagnóstico de
su hijo paralítico cerebral. Por primera vez, desde que el pequeño nació, un
médico les habla despacio, mirándoles a los ojos y eludiendo las metáforas:
“Tenéis que vivir día a día, sin pensar de modo obsesivo en el futuro. Será una
experiencia durísima, pero no la rechacéis. Saldréis de ella mejorados. Estos
niños nacen dos veces. Deben aprender a moverse en un mundo que el primer
nacimiento ha hecho más difícil. El segundo depende de vosotros, de lo que
sepáis dar. Han nacido dos veces y el recorrido será más difícil. Pero, al
final, para vosotros también será un renacimiento” (Pontiggia, 2002, 32).
En esta relación que me
altera he de aprender el arte de lo incierto, he de atreverme al aprendizaje
de la simplicidad, pues tus gestos, tus emociones son exactos, únicos,
singulares. Aprender la simplicidad de tus emociones requiere de mí el esfuerzo
por eludir un pensamiento de lo abstracto. Tengo que aprender a agudizar mi
oído, porque “oír” es una de las acepciones de “sentir”. Esta es la parte más
difícil, los dos lo sabemos, aunque de manera diferente. Es que siento que la
sociedad, por decirlo de algún modo, se ha empeñado en inventar mil recursos
para intimidarme, a mi y a otros padres como yo. Digo intimidarme, o sea:
me educa para que viva en un cierto sentido del miedo, en un estado de
preocupación acerca de tu futuro; a veces nos dedica espacios en la
prensa o en la televisión y recuerda a la “ciudadanía” algunas palabras para
que orienten su conducta: solidaridad, humanitarismo, y otras. Pero tú y yo
sabemos que nadie se ofrece para pagarte un salario. Y es verdad: tengo
miedo acerca de tu futuro; por eso, porque tengo miedo y me hago mayor,
necesito que me recuerden lo esencial. Y lo esencial me lo recuerdan algunos
escritores y algunos amigos: el porvenir se prepara con el oído, desde la
escucha, desde la espera. El “porvenir”, lo que está por llegar, lo he de
preparar contigo en ese día a día, desde dentro de lo cotidiano, procurando
intimar con tu diferencia. Se trata, pues, de intimidarme de otro modo: no
dejarme llevar por el miedo a ti que la sociedad me traslada, al convertirte en
un problema a resolver, y al recordarme diariamente mi incompetencia y mi
cansancio, sino ser íntimo con la inquietud que me produce habitarte, el ser en
parte tú y sentirte, además, otro, cercano y, sin embargo, tan distante. Es
preciso, entonces, que entienda una cosa importante, y que luego encuentre el
modo de hacértela saber: que no eres un simple extranjero en el mundo, aunque
tu viaje hasta aquí haya sido el de un extraño, sino el último en llegar a un
mundo que no conoces, y que nos llevará algún tiempo mostrártelo, narrártelo,
describírtelo de algún modo, para que no le tengas miedo y lo puedas disfrutar.
Eso es: tengo que aprender a contarte la vida, a contármela y a que los dos
contemos, el uno para el otro. Habitar tu intimidad y no rechazarla: “La
intimidad está ligada al arte de contar la vida [...] no es más que el arte de
vivir. Vivir con arte es vivir contando la vida, contándola paladeando sus
gustos y sinsabores” (Pardo, 1996, 30), porque la intimidad es sólo necesaria
para disfrutar de la vida. Sin esa intimidad, nuestra relación no
tendría ninguna resonancia: no podría escucharte de verdad, es decir, no oiría
tus palabras rotas por dentro de tu lengua. Porque me tengo que meter en tu
lengua para poder entenderte, tengo que buscar lo que te dejas dentro y para
ello tengo que aprender desde dentro de ti a sentir —a oír— lo que te dices.
¿Cómo hacerte entender que tus palabras, tu modo de decir y de hablar, me son
íntimos? En realidad, yo creo, cuando te miro dibujar las historias que me
cuentas por fragmentos y que luego tenemos que unir con los sueños que nos
mentimos, que sabes perfectamente que tu modo de hablar te sabe a algo, que
resuena en ti. Por eso, a veces, en tu glotonería, te callas y apenas en un
murmullo me regalas alguna cosa. Eliges tus silencios y yo no puedo sino
hundirme en el mío, para aprender de ti. No me bastará entonces la palabra
“comunicación” para procurar entender cómo es mi relación contigo. No me
bastará con aceptar que eso que dicen que somos, animales que hablamos,
consiste en un medio para comunicarnos y hacernos entender. No; el lenguaje no
es sólo un instrumento de comunicación sino su fin; es un placer sagrado, el
arte mismo de la libido en palabras. Fue escuchándote hablar y anotando en mis
cuadernos las palabras de tu invención como ahora entiendo otra cosa: “Son los
poetas —junto con los niños— los que primero advierten las posibilidades más
abiertas y secretas del lenguaje y juegan o se dejan jugar con ellas”
(Bordelois, 2003, 13). Jugabas, como todos los niños, con las palabras.
3. UNA RELACIÓN INQUIETANTE.
La pregunta principal
aquí sería, entonces, ¿con quién se aprende?, ¿a quién se educa?, y su respuesta más apropiada no podría ser: a un
quid —a algo indeterminado: un “sujeto discapacitado”—, sino esta otra: aliquis,
“alguien” que tiene un nombre, una historia, una experiencia, relaciones, una
vivencia singular como individuo, alguien inscrito en un horizonte de deseo, de
espera, en la trama del tiempo.
Digo “alguien que tiene
un nombre”, y con ello me refiero a algo que no es banal. Porque dar nombre al
algo no es simplemente conservar palabras utilizables de forma duradera, sino que es dar la posibilidad para que algo
pueda sernos familiar, es lo que nos permite contar historias, es poder crear
algo para que deje una huella. En educación, por decirlo ahora de forma
genérica, ese alguien es el sujeto de la educación y, para remarcar su
importancia ética, se dice que es una persona. Pero no se “nace”
persona, sino que “devenimos” una forma singular de ser alguien. Cada ser
humano es una promesa de forma,
porque somos en devenir.
Filósofos y
antropólogos señalan que “ser persona” implica tener en cuenta un plano biológico,
un plano relacional, y, de modo fundamental, un plano simbólico, o
sea: nuestra inscripción en una cultura, en una lengua, en una tradición, en un
espacio y en un tiempo. Cada uno es el fruto de una historia; no el resultado
de la aplicación de un plan o programa previo, sino un constante comienzo.
Alguien que ha sido convocado a la existencia personal, alguien que, antes de
ser, ya existía. Ser persona, entonces, depende de haber sido tratado como tal,
haber recibido un nombre propio, haber sido introducido en una red lingüística
y simbólica. Así que no sólo la muerte destruye la persona, sino también el
abandono, la ausencia de lenguaje, la carencia de todo cuidado y preocupación
por el otro. La condición de persona no es una entidad fija dada de una vez por
todas, ni una identidad substancial. Es una narración —un nacimiento y un
devenir— a partir de una trama de relaciones humanas, políticas y sociales.
Significa insertarse en una historia que nos precede, un relato que nos forma y
del que cada uno aprende a distanciarse al crear su propio biografía. La
educación, en suma, es un devenir por la transformación. Y
relacionarnos, en educación, con los que se educan, implica, tener presente al
menos su presencia como otro,
su diferencia sí mismo, la
equivalencia de su discurso:
porque sólo puedo hablar y cuidar del otro si escucho lo que me dice;
porque estamos inscritos en una historia singular, porque si repitiésemos el
mismo discurso en eco no seríamos capaces de comunicarnos; y porque si no
concedo al discurso del otro una importancia equivalente al del mío, seré
incapaz de entender y dialogar con él (Lagrée, 2005, 28). Pensada en relación a
tu condición permanente de infancia, entiendo ahora que la educación es la experiencia
de un aprendizaje de la intimidad del habla. Desde ese fondo de nuestra
condición de infans,
descubro que es posible escucharte sin que a cada interlocución mía debas
responder tú en términos de un conocimiento preestablecido. Sólo así podremos
iniciar una búsqueda que va del silencio clamoroso de tu infancia a comienzo de
la palabra, y de la palabra a una humanidad sin culpa, sin ofensa, sin
humillación.
Ante tu mirada, ante las de todos los que son como
tú, se funde el porvenir y cada instante deviene un nuevo comienzo. Siempre hay
que comenzar de nuevo, porque rompéis la lógica encadenada de los hechos y
abrís fisuras de sentido en la solidez de lo real. La novedad que
introducís es una poética, porque cada gesto vuestro, cada emoción, dibuja un
perfil sin cualidades definidas y delimitables, y por eso nuestra relación
inserta una infinita extrañeza, la misma que se experimenta ante lo que no se
puede dominar. Y es que lo nuevo sólo existe en la mudanza, y por eso expresa
la posibilidad del inicio como diferenciación. Por eso pensar la educación en
relación a ti es otra cosa. No se trata sólo de que a través de la educación
hagamos lo posible para atenernos a las grandes palabras —“humanidad”,
“bondad”, “tolerancia”, “solidaridad”— vocablos cada vez más elusivos, sino que
hay que lanzarse a las mutaciones decisivas de una diferencia aceptada como
tal. Habitar la diferencia, pues no necesito “comprender” al otro —comprenderte
a ti, reducirte al modelo de mi propia transparencia— para vivir contigo y
construir algo junto a ti. Procurar entender nuestra relación no equivale a
tener que dominarla, sino a tratar de comprenderla desde dentro, como he dicho,
y ahora se que sólo puede acceder al sentido de esta relación tan extraña
poéticamente: prestando atención, con una vigilancia que nada tiene que ver con
una determinada vigilancia pedagógica que inscribe el saber y la acción en una
determinada idea del dominio. La palabra “educación”, junto a ti, tiene otro
sentido, pues no puedo cumplir con ella en su mera realización técnica, pues
ésta es sólo un momento de un proyecto mucho más amplio. Decir “te quiero” no
es querer tenerte, ni poseerte, ni dominarte, sino aceptar tu existencia. Volo
ut sis: me alegro de tu existencia, quiero que seas como eres.
¿Dónde reside la singularidad de una relación educativa
como esta? Frente a las pedagogías que insisten en que a cada interlocución el
otro ha de responder de forma clara y transparente, quizá esta relación nos
proporciona otra clave interpretativa: que en realidad no importa que no se
comprenda lo que el otro nos diga, que tenemos que aprender a desprendernos de
nuestra voluntad de comprender todo lo que ocurre entre “los niños y los
hombres” (Meirieu, 1999), que tenemos que abdicar de nuestros deseo de ver
traducida la relación educativa en un intercambio perfectamente legible,
mensurable, y sin la menor ambigüedad e incertidumbre. Que tenemos que dormir
nuestro deseo de control para aceptar la emergencia del otro en su alteridad.
El caso de una relación educativa entre seres tan
desiguales quizá enseñe a los pedagogos a deshacer la ligadura que ata la
educación con la colonización de las almas. Nos enseña que la educación tiene
que ver con “dejar ser” al otro, con permitir más que con obligar a
reproducir lo que se transmite; que en lugar de comunicar un saber por la
palabra —y de hacerlo de forma nítida, sin ambigüedades— el asunto está en hacer surgir una palabra que no podemos
dictar por adelantado. Se trata, entonces, de una relación que acepta la desigualdad
profunda de los miembros que en ella habitan, una relación en realidad libre,
ni programada ni programable, una relación que no tiene claras ni las
competencias ni las habilidades que hay que desarrollar, y precisamente por eso
puede desarrollarlas todas; todas las que merezcan la pena.
La escritora y filósofa francesa Annie Leclerc, en su libro
L’enfant, le prissonier, relató su larga experiencia en la que compartió
un taller de lectura y escritura en un presidio. A la pregunta de los reclusos:
“¿Por qué viene usted aquí?”, su respuesta fue, y adoptaba un lenguaje en
tercera persona:
Ella no les decía todavía —se lo diría más tarde— que continuaba
viniendo porque una loca historia de amor la había ligado a ellos. Amor de lo
que buscaban juntos, expresarse, escribir, pensar. Amor por esta comunidad
inédita, improbable y por tanto real, sin amenazas, sin programa, sin proyecto
determinado, comunidad que no tenía otro fin que acercala a ellos, una
comunidad no entre los iguales, sino justamente entre los diferentes, en sexo,
en virtudes y vicios, en edad, en condiciones, en cultura (Leclerc, 2003, 33).
Lo que esta escritora intentó en esa cárcel, al establecer
una difícil relación entre seres desiguales,
no fue otra cosa que intentar poner a los reclusos en relación con un estado de
infancia, por si encontraban allí una
voz anterior, en la cual y por la cual pudiesen reconocerse como hombres, y no
ya como reclusos. El incremento de una cierta “conciencia social” en beneficio
de este tipo de personas discapacitadas nos hace pensar que, en realidad, se
trata de sujetos pasivos que, en todo caso, sólo pueden recibir nuestra
ayuda (humana o especializada) y nuestra consideración o nuestra benevolencia.
Como tales personas —sobre todo aquellas cuya discapacidad psíquica o
intelectual les afecta gravemente en sus relaciones con el resto del mundo—
sólo pueden recibir lo que les damos, nuestra ayuda hacia ellos se puede
acabar viviendo de una forma ambivalente e incluso contradictoria. Pues si, por
un lado afianza en nosotros una autoconciencia que definimos en términos de
solidaridad o benevolencia, por otro podemos llegar a vivir esa ayuda proferida
como una carga excesiva. Es como si nuestro trato y nuestra ayuda, basada en la
consideración o la benevolencia, tuviese una única dirección, la que va de
nosotros hacia ellos, es decir, que nos existe reciprocidad en ningún
sentido relevante del término. La cuestión que se puede formular es si, más
allá de lo obvio y de algunos tópicos bien establecidos social y pedagógicamente
hablando, no hay nada que aprender cuando uno se encuentra viviendo la
peculiar, y difícil, relación con una persona discapacitada. A lo que me
refiero es a vivir esa relación desde el interior de ella misma. Vivir esa
relación en sus aspectos físicos, psicológicos y simbólicos, y vivirla con
todos sus desarreglos y contradicciones incluidas. Vivirla aprendiendo a
formularse las preguntas que tantas veces percibimos como ilegítimas y
condenables, por nuestro sentido de la culpa o por nuestra propia
inseguridad. Pues estar con una persona
discapacitada, una que está a tu cargo y que no puede hablar por sí misma en la
forma en que el resto de las personas pueden hacerlo, inevitablemente nos acaba
plateando las posibilidades y los límites de nuestro propio poder de
representación. ¿Hasta qué punto, y en qué grado, he de hablar en su nombre?
¿Hasta qué punto su forma peculiar de expresar lo que es y lo que siente lo
hago resonar en mí y permito que lo que exprese, aunque roto y confuso, se deje
oír?
Demasiadas veces las teorías y las filosofías de la
educación, también las de la moral y las de la política, al referirse a los que
sufren una discapacidad, les tratan como sujetos susceptibles de benevolencia,
de solidaridad y de una ayuda especializada por parte de quienes —el resto—
seguimos considerándonos sujetos plenamente racionales y saludables. Y quizá es
hora de plantear un modo de pensar la educación a partir de ese íntimo trato
con la diferencia, donde la diferencia no sea a su vez pensada bajo un esquema
donde, en realidad, la diferencia deviene un problema resoluble. “¿Qué
consecuencias tendría para la filosofía moral considerar el hecho de la
vulnerabilidad y la aflicción, y el hecho de la dependencia como rasgos
fundamentales de la condición humana?”(MacIntyre, 2001, 18). ¿De qué modo
podría comenzar a responderse a esta pegunta cuando lo que se intenta es
elaborar un pensamiento de la educación, uno que tenga como punto de referencia
central, no una situación normal, sino una situación del todo asimétrica, del
todo desigual, del todo singular?
No tengo respuestas claras a esta pregunta. Quizá no tenga
ninguna y con toda seguridad, en este escrito, no haya aportado ni una sola vía
para poder responderla de forma conveniente. ¿Quién podría hacerlo? ¿Qué podría
añadir salvo decir que la relación con una persona discapacitada lo que puede
enseñarnos son las vías para sacarnos de nuestros errores de pensamiento, de
los errores a la hora de razonar pedagógicamente, de los errores derivados de
nuestra ansia de eliminar todo rastro de azar e incertidumbre acerca de esas
personas, tan extrañas en realidad? No se trata sólo de hablar de derechos —y
hay que hacerlo sin duda—, o de hablar de solidaridad o de benevolencia, de
sentirnos con una mejor conciencia en relación a ellos. Se trata, quizá, de
profundizar en lo que significa lo que nombramos como “discapacidad” y
de identificar todo lo que de ahí se deriva. Hablar de un discapacitado, como
en realidad hablar de un loco o de un tímido o de una persona colérica como si
fueran solamente una manera rara, o vulgar de ser es quedarse en la superficie.
Pues ser un discapacitado, o ser un loco, o ser un tímido
es una manera de ser alguien, es un modo de ser y, por tanto, un modo de
aparecer ante el mundo. Aquí, ser y aparecer coinciden. Entonces, las
formas como nombramos lo extraño, las palabras mismas que usamos para
identificar lo que vemos, lo que aparece y se nos muestra tendrían que exigir
de nosotros un esfuerzo mayor. Es algo instantáneo, algo fugaz; es un
acontecimiento del pensamiento:
Hay un instante en que las mismas palabras dicen otra cosa y esa
cosa es lo que es. Seguramente que durarás en transmitirla, porque posiblemente
tendrías que servirte de las mismas palabras, y lucharás para que entre ellas
brille la luz que brilló entre ellas. Seguro que entiendes todo lo que te digo
sobre la experiencia de la que hablo, pero cuando llegues al límite de ti —que
es adonde te conduzco— no ves nada. No pienses. Suspende el pensamiento por un
instante, la respiración. Mírate con una mirada virgen. Traspasa lo inmediato
que hay en ti, lo cognoscible, lo decible, hasta el ‘yo’ enrarecido en ti
(Ferreira, 2003, 77).
No preguntamos ya “¿qué es un discapacitado?” o “¿qué es la
discapacidad?, preguntas que, como el concepto “Hombre”, son meras
interrogantes ontológicas que no conducen a ninguna parte. La cuestión es otra:
“¿qué significa aprender contigo?” Como en todo aprender, lo esencial en este
“aprender contigo” es precisamente el “entre” que nos une y nos separa. Porque
ni yo puedo proponerte un modelo ni de nada sirve fabricarlo: “no aprendemos
nada con quien nos dice: ‘haz como yo’. Nuestros únicos maestros son aquellos
que nos dicen ‘hazlo conmigo’ y en vez de proponernos gestos a reproducir saben
emitir signos desplegables en lo heterogéneo” (Deleuze, 2002, 69). Es una
cuestión de que tú emitas signos que orienten mi atención hacia ti. Porque
aprender concierne a los signos.
Signos que constituyen el objeto de un aprendizaje temporal, no de un saber
abstracto: los signos de tus manos o de tu mirada perdida, los signos de tu
cuerpo y de mi intranquilidad, los signos de tu calma y de mis prisas. Tengo
que volverme sensible a los signos que emites, como el médico lo hace con
respecto a la enfermedad y el carpintero con los signos del bosque. De nuevo no
es más que prestar atención; pararme a pensar y concentrarme en ti, hacer el
imposible de singularizarte en tus gestos, en tus señales, en tus signos, en el
modo como se expresas, como te muestras, como eres.
4. UN DIARIO DE APRENDIZAJE.
No hay una “forma”
fijada de antemano que nos oriente en la búsqueda de lo que pretendemos. Hay
muchas clases de búsqueda —la enseñanza, la ciencia, la acción política, la
escritura, el aprender—, pero, en general, en toda pesquisa “pensar” equivale a
hablar sin saber en qué lenguaje se hace. Entonces, nuestro pensamiento parece
que balbucea, como nuestras primeras palabras. Es esto lo que nos pasa a ti y a
mí.
Qué extraño fenómeno
es ese que nos hizo perder la memoria original de nuestra lengua —cuando éramos
infans, cuando nuestro verbo era un delirio— y que nos impide
ahora, ya adultos, actualizar ese pasado bajo el registro de la novedad, para
que la lengua devenga acontecimiento. Porque la memoria no es más que la
actualización de un pasado que es exploración de un nuevo comienzo. Eso es lo
que empiezo a comprender contigo. Por eso, quizá, para recuperar la palabra
como experiencia, y no sólo como un “instrumento” de comunicación, debo
invertir los términos y afirmar que el lenguaje es el “fin” de todo aquello que
entendamos por comunicación humana, incluyendo dentro de ella también nuestros
silencios. No hay más que “ver” las primeras palabras de los niños —las tuyas,
por ejemplo— para mostrar esa evidencia: que el lenguaje es una de las
manifestaciones más claras del principio del placer. Hablar es un “placer
sagrado”, quizá una forma elevada de amor, deseo y conocimiento. Como los
poetas, los niños —de nuevo tú— advierten las posibilidades tremendas del
lenguaje, y desarrollan su habilidad para jugar o dejarse jugar con las
palabras.
¿Podemos aprender a
hablar de nuevo, bajo el registro de la novedad? Lo primero es hacer silencio,
un silencio que permita abrir un espacio dentro de nosotros para acoger
palabras nuevas. Cuidar y contemplar las palabras para reconstruirlas en su
propia infancia; etymon significa “lo cierto”, porque lo cierto
de una palabra es su origen, el momento inaugural en que fue pronunciada por
primera vez. Lo segundo es intentar una especie de progreso en dirección a
nuestro propio comienzo, a nuestra infancia, para encontrar allí un discurso
sin residuos. Regresar a la infancia, a la condición del “sin palabra”, para
liberar el discurso adulto de los residuos que la “formación” ha introducido en
el verbo. Nuestros trayectos de adulto introdujeron demasiadas cosas en el
torrente del lenguaje, demasiados residuos que lo cotidiano encubrió. Se trata
de residuos de adulto que recubren lo limpio de las palabras más sencillas:
amor, infancia, mañana, hoy, miedo, vida... ¿Podemos congelar esas palabras
para percibir con mayor nitidez lo que se ha colado en el lenguaje? Y lo
tercero es aprender a tomar distancia de la forma que hemos adquirido, esa
forma adulta, inevitable seguramente, para encontrar un ser humano informe,
pleno de vida, escondido debajo de la forma que tenemos. Desde ese fondo de
nuestra condición de infans descubrimos que es posible escuchar al otro
sin que a cada interlocución se deba responder en términos de un conocimiento
preestablecido, algo que en nuestras escuelas constituye un imperativo
pedagógico.
El deportado africano
en el barco negrero pierde su lengua. Tanto ahí como en las plantaciones,
convivían esclavos de varias lenguas. Como en todo “no-lugar” donde el silencio
es un mutismo, allí el esclavo pierde su lengua y elementos fundamentales de su
vida cotidiana. Pierde su lengua, sus hábitos y sus costumbres, y corre el
riesgo de olvidar sus propios legados. Es entonces cuando, por un impulso casi
biológico de resistencia que compromete a la lengua misma, y al anhelo de decir
y de mostrar, el esclavo progresa hacia su infancia, rastreando por la memoria
las huellas y los vestigios de lo que fue y de cómo hablaba. Se trata de un pensamiento
del rastro, como lo ha llamado Édouard Glissant, uno que permite crear un
lenguaje-otro, como hace el africano al crear formas artísticas y melódicas que
dieron origen a la música jazz. Pensamiento del rastro: el trémulo
aliento de la novedad permanente (Glissant, 2002).
Entonces, al final no
se quien es el aprendiz, y quien está
más desorientado: si tú o yo. Es como si en cada palabra que pronuncio hubiese
dos lenguas, la tuya y la mía; dos maneras de decir, dos formas de mirar. En
todo este tiempo he seguido escribiendo; los cuadernos se amontonan por todos
los rincones. Y me los pides, o me los robas, y te sientas a mi lado y te pones
tan serio a escribir y me dices: “es que voy a decir una conferencia”, y en
seguida coges uno de tus cuentos copias algunas frases, hasta que te cansas.
Justo lo que hacemos otros.
Antes he escrito que
esta relación nuestra, discontinua y fragmentada, eres tú quien la vuelve
poética. Pero es que es verdad, no lo digo para que me quede mejor este
escrito. ¿No fuiste tú quien, cazando oraciones sueltas dentro de ti,
escribiste esto, y disculpa si te cito?: “Me
gusta contarle historias a mi papa y él me escucha y le ayudo a preparar la
cena. me hace cosquillas. ¿Te quiero?” La seguridad que tantas veces me
invento para mí mismo quedó rota, porque no me dijiste “te quiero” si no que me
devolviste la pregunta enterita. Este es uno de tus poemas. Así que he tenido
que escribir un pequeño diario, una especie de micro-diario, como esos que Vila-Matas dice que escribía Robert
Walser y su Doctor Pasavento, solo
que yo lo escribí sin saber que era un “micro-diario.”
Si no basta con llegar
al mundo por el nacimiento para ser del mundo, y si eso que llamamos mundo es
un escenario donde todo ser que ve y toca es visto y es tocado al mismo tiempo,
entonces el mundo hay que comprobarlo, experimentarlo, ensayarlo, hacer que nos
pase. En el comienzo de todo pensar nos enfrentamos a una especie de asombro y
perplejidad, a una suerte de admiración
muda, porque es demasiado grande el acontecimiento que llamamos mundo para
ser dicho. El primer gesto del aprendiz es el silencio, la imposibilidad de dar un testimonio fiable de lo que hay
y de lo que es.
El aprendiz no sabe lo
que tiene que aprender. Seguramente lo tiene delante. El mundo está ahí: él es el mundo; pero no acaba de
verlo. Porque su mirada no se ha hecho exterior. El aprendiz cree que presta
atención a lo que ocurre, pero sólo se fija en él. Demasiado Yo. Hay todavía
demasiadas cosas dentro, y le pesan. Le ofrecen una ilusión de saber. Cree que
esté bien orientado, pero es un ignorante, aunque ignora todo lo que le falta
por saber. Y por eso el aprendiz se siente perdido. Espera que a cada instante
algo nuevo ocurra. Aunque tal vez no lo espera realmente; o no está a la
espera. No es pasible, porque no está
activo en su capacidad de recibir lo que hay y lo que ocurre. Busca
demasiadas cosas, porque cree que se puede ir a la búsqueda de un
acontecimiento. Ignora, decía el desasosegado Pessoa, que cuanto más busca un
acontecimiento menos cosas le ocurrirán dignas de ese nombre: en cambio, se volverá
capaz de resolver más problemas. Esto hará del aprendiz un científico, pero no
un pensador.
El aprendiz se siente
a veces paralizado por la nostalgia de todo lo que no ha vivido. Esta sensación
activa su imaginación, esos estados
de ensoñación que le permiten viajar con la fantasía, creando mundos
alternativos que son trampas en cierto modo, pues le dejan inhabilitado para la
acción; de ahí su parálisis. El aprendiz tiene prisa, pero la prisa impide
aprender. Nietzsche aconsejaba la paciencia y la espera: sobre todo, aprender a esperarse a uno mismo. El miedo también es
un obstáculo que conoce el aprendiz. Él
tiene miedo, porque recuerda. No es una memoria la suya cargada de ira,
sino de dolores antiguos. Pero esos dolores están vinculados a los lugares
habitados de la infancia. Un dolor que se une a una tierra, una tierra en la
que está pero en la que ya no se reconoce. El aprendiz se pregunta si algún día
aprenderá a vivir la existencia sin negar el conflicto de lo que somos y
quienes somos, y si a eso se le puede llamar un sentimiento pacífico. El
aprendiz se pregunta si aprender no consistirá en no sujetarse a nada de un
modo definitivo, en no tomar ni apropiarse las cosas, en llenarse de mundo y
dejarse hacer por él. ¿Será aprender
pasar? La vida no es sino la forma que adquiere la existencia como
resultado de la experiencia. Por eso la vida tiene que ver con el arte, con la
forma: porque la forma revela. Y por eso la vida está llena de padeceres, o
sea, de lo que nos pasa. Y por eso, mientras vivimos, pensamos y escribimos,
para no sentirnos tan vulnerables. Porque somos en cada lectura que hicimos, en
cada palabra pronunciada, en cada gesto de nuestro cuerpo. Y si olvida todo eso
que le hizo y le constituyó en lo que es, es preciso recordárselo.
La historia muestra
que no hay aprendizaje sin guía. Está el aprendiz, el trayecto de aprendizaje y
el guía que acompaña y ayuda a interpretar cada señal del camino. Pero el guía
aquí es un mediador de su existencia,
un mediador del deseo. El pedagogo es
un guía, pero la pregunta es si necesitamos esa guía. ¿Cuándo es el pedagogo un
obstáculo, bajo qué condiciones deja libre al aprendiz para aprender? Porque
todo aprendizaje de verdad es un acto solitario. El momento exacto del aprender
es un acto de soledad, porque es un acontecimiento.
Ese instante donde todo deviene claro, ese instante en el que sabemos lo que
tenemos que hacer. El pedagogo ayuda si deja que el aprendiz camine por sus
propios pasos. Transitamos “caminos recibidos”, pero los pasos son nuestros.
Como guía, la labor del pedagogo no será sino emitir signos, señales que
activen el deseo del aprendiz.
El aprendiz reconoce
que tiene que hacer esfuerzos para colocarse en el lugar de los otros, porque
ignora cual es ese lugar fuera de sí mismo. Reconoce en ciertos momentos que
hay instantes de verdad que no pueden
decirlo todo ni el todo, y que determinados gestos de los otros expresan esos
instantes de verdad tan fugaces. Ha sabido que aprender no es un acto que le
confirme sino algo que lo destruye en parte y le devuelve a la decepción original de toda
inexperiencia.
Aprendemos y parece
que ya no olvidamos, por eso nos cuesta tanto desaprender. Porque al desaprender parece que renunciamos a parte
de lo ya vivido y experimentado, sobre todo a las experiencias más queridas,
donde obtenemos nuestras certidumbres. La experiencia clava en nosotros un
aguijón lleno de tiempo. El aprendiz acepta que es posible aprender nuevas
cosas, y que puede aprender de nuevo y lo
nuevo, en la figura de la novedad, como quien aprende una lengua extraña.
Quizá se trata de aprender a sentirse
extranjero con cada nueva palabra pronunciada. El cuerpo del aprendiz reconoce
su propia tensión, vive la dificultad por la cual cada palabra es poco a poco
dominada. Sumergido en un río de voces, al principio el habla carece de
naturalidad y no tiene memoria, aunque poco a poco todos sus sentidos, al
relajarse y volverse confiados, le permiten nadar mejor en el río del discurso
y del lenguaje. El aprendiz parece que disfruta.
El aprendiz acaba de
leer y acaba de saber que nuestras relaciones con el mundo y con los demás
dependen de algo tan frágil como la infancia. ¿Reside todo en cómo nos
relacionamos con nuestra propia infancia? El aprendiz hace poco volvió con su
amigo sobre sus pasos y juntos reconocieron la inquietud propia de sus edades.
Hablaron del tiempo; de su tiempo; y por unas horas parece que en su
conversación maduraran algo. Pero aún les quedó el deseo. Saben que están vivos
y hay cosas por hacer o por dejarse hacer; salir de las lecturas y, sin
renunciar a la experiencia de leer y de escribir, hacer algo, pero...¿qué? Todo el aprendizaje del aprendiz tiene,
ahora, que ver con el deseo y con el viaje. El aprendiz no tiene claro si
aprender es volver al principio o volverse antiguo. ¿Eternizarse o abandonar definitivamente a los dioses? ¿Podrá
seguir aprendiendo si los sueños no se cumplen, o todo consiste en seguir
soñando?
El aprendiz se
pregunta: ¿existiría si nadie me mirase? ¿Sería el cuerpo que soy si nadie lo
mirase? ¿Cómo mirar y no sentir vergüenza de haber visto?
Nada de lo que lea me
sacará de mi melancolía. Ninguna de las palabras que aprendí en los libros
arrancará a mi hijo de sus silencios, de sus preguntas repetidas, de su mirada
huidiza y a veces extraviada. Pero su sonrisa...su sonrisa tan amplia, esa
sonrisa que me envuelve, esa que a veces se quiebra sin saber por qué, ella me
salva; nos salva.
¿Cómo preparar la
aventura de una existencia compartida, del encuentro de dos conciencias en
profunda desigualdad, donde uno cree sentir el doble del otro? ¿Me llegan sus
sentimientos o me los represento, los modifico y por eso los alejo de mí? ¿Qué
significa dejarle ser? ¿Por qué concentro el mundo en su mirada?
FINAL
Regreso ahora a un tiempo diferente, un tiempo que
es la diferencia misma. Busco entre mis papeles y entre mis cuadernos un
fragmento, una anotación, una cita, algo que me inspire. Me paro. Recuerdo. Me
pregunto: ¿Qué me ha pasado desde entonces, en estos últimos 22 años, los
mismos que mi hijo —esa J. enredada con mi propia F.— habita este mundo
conmigo? Han pasado cosas y he esperado y he tratado de estar ahí, atónito en una presencia que me
inquietaba. Acaso no se pueda sino hacker esto: estar simplemente ahí, y
esperar bien se sabe muy bien qué. Acaso todo sea una espera. Recupero
fragmentos de aquí y de allá, para vestir un texto que empecé a escribir hace
tanto —cuando aún no tenía palabras; fragmentos como estos, con los que decidñi
iniciar mi último ensayo:
Estoy a distancia de una emoción que se desplaza,
de un sentimiento que se inquieta y se niega a mostrarme su perfil más claro.
Es como si, caprichosamente, me dictasen desde fuera las emociones precisas,
que no sé combinar casi nunca. Algunos aprendices aman la vida mientras
aprenden. No se debería enseñar a quien no siente alegría en el aprender. Esta
es una anotación que transcribí un día en uno de mis cuadernos, tras leer la
vida secreta de Pascal Quignard. En los rostros de los aprendices se evidencia
la búsqueda de la grandeza de los que desaparecieron para hundirse en su
inmortalidad: aquellos cuyo rostro se confunde con los rostros de los muertos,
son ya inmortales en vida, decía Milan Kundera. Ella lo hace; él lo intenta. Se
aprende en los comienzos y en los adioses; y yo también creo que hay una
experiencia de amor en el adiós, y un miedo de amar que se calma en los
comienzos.
Las líneas de mi escritura me exigen. Me dictan y
se imponen. Me dicen las palabras que debo escribir: saber mirar, guardar a
alguien que amamos en una mirada imprecisa. Saber amar: el amor que produce
presencia y tiempo. Gestos diminutos que buscan a sus dueños; a quienes los
merecen. ¿Cuál es mi gesto? No me atrevo a responder. Un gesto que me permita
una relación única, incondicional, con el mundo. Corresponder al
acontecimiento. Dejarme ser en él. Un día amanecí como accidente, y en el
corazón de un acontecimiento sentí una ausencia, noté una falta, y mi cuerpo la
exigió. La habité sin demora. Por eso transcribo mi propia melancolía, la
biografía de una pena que no tiene nombre y deja un modo de ser en la mirada. A
veces, me dejo arrastrar por ella. Y, para no dejar que me venza del todo,
canto, o escribo. Abro mi cuaderno rojo y escribo: Llevo conmigo las ciudades
amadas, los lugares nunca vistos, los sueños y las miradas furtivas. Llevo
conmigo un cuaderno que nunca se llena, una pluma que no siempre escribe y una
canción que no he podido escribir. Llevo conmigo una duda y los días vividos,
una cita frustrada y dos lenguas a medio aprender. Llevo conmigo la mitad de mi
vida y de mi llanto. Pero que me ames .hijo mío—, me salva. Y parece que estoy
vivo.
Me dejo llevar ahora antes de exigirme un cierto
orden, algún tipo de lógica que ayude al lector de este ensayo. Y es que es
difícil expresar nuestro pensamiento cuando nuestro pensamiento es nuestra
vida; de nuevo un trozo de la vida secreta de Quignard. ¿Puede el pensamiento
no ser vida? ¿Puede llamarse pensar a lo que no nace de pensar la vida? Conocer,
en francés (connaître), es co-nacer,
nacer, no de alguien, sino con alguien, junto a alguien, fracturando lo que ya
había nacido. En todo conocimiento hay un nacimiento; todo lo que consolida el
nacimiento es conocimiento. Aprender también es nacer, equivale a nacer. No
siempre es así, claro. Porque a veces aprendemos a golpes y muriendo.
Aprendemos sin remedio. Pero hay algo más: apasionarse, quedar seducido —seducere, educere—, amar: un placer intenso. Aprender, de verdad, es un
placer intenso.
Hay cosas que solo descubrimos a través de los
otros: sin haberlo previsto, somos tocados por el infinito, por cierta belleza
inscrita en cierta materialidad; es cuando uno descubre que no es tarde para
seguir insistiendo —seguir mirando, prestando atención, caer en la cuenta— y
seguir buscando: perderse en un bosque repleto de signos y señales; cuando, sin
más, uno es tocado por el otro de verdad; y al ser tocado de este modo,
entonces se descubre que lo que uno ha
hecho hasta ese momento no ha sido sino un intento de amar desordenado y
dolorido. Fue ese otro —necesariamente anónimo aquí, necesariamente discreto y
amoroso— el que me reveló mi propia historia como padre. Y así lo escribió: “Un cuerpo J se entrega sin reserva a otro,
otro cuerpo F tocado, abrazado, transformado por el dibugesto. Hay mucho de F
en el niño J. F es en J, desde siempre. F es la raíz no cuadrada de J. Ni F ni
J buscan hacer cuadrar nada, tampoco quieren cuadros. Sólo dibujos. Dibujos de
lápiz y de goma, esbozados en servilletas rugosas de bar. Rugosas, tan rugosas
como el ser. Ni J ni F son pintores de cuadros, sino dibugestantes que quieren
quererse en dibujos que son gestos. Dibugestos.” Alguien que nos vio captó,
en su amorosidad paciente, un gesto devenido dibujo en una servilleta arrugada;
él y yo, una F y una J, comentando y aprendiendo a ver lo que ahí había; un dibugesto, siempre el
mismo —incesante, infinita, amorosamente repetido por él—, un signo, una señal,
tal vez un grito.
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Una versión previa, ligeramente
distinta, de este texto se publicó bajo el título “Una diferencia inquietante.
Diario de un aprendiz” en Teoría de la
Educación. Revista Interuniversitaria (Salamanca, España), vol. 18, pp.
135-152.
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